sábado, 9 de enero de 2010

Es que no escarmiento

No tuve bastante el sábado pasado, no. Tenía que caer en el pique con el vecino de mesa de oficina, bastante más joven y entrenado que yo. Es que este Raúl tiene mucha guasa. Nada, mira que lo repetimos hasta la saciedad la semana pasada mientras le dábamos a los pedales –todavía no estás como para subir al Castaño Santo.-

Yo tenía pensado marcarme una Marbella-Benahavís-Istán-Marbella por carretera, una cosita larga pero con un recorrido archiconocido y de pendientes controladas. Pues no, el muchacho: que hay que ver, que para qué le has puesto las ruedas gordas a la bici, que podríamos intentar subir al Castaño Santo. Y aquí está el chulo viejo éste que dice que venga, que sí. Pues menudo soy yo de boca para estas cosas.

El caso es que me levanto bien temprano, les doy un buen paseo a los perros, me dopo con Symbicort para el asma y Otrivin para la nariz atascada, que tengo un resfriado como la copa de un pino, y me pongo con la ceremonia de vestirme, que parezco un torero más que un ciclista para estas cosas. Camiseta, culotte pirata, maillot y forro polar, seguido del chaleco reflectante. Mientras me visto me digo: y un jamón vas a pasar hoy frío. Me bajo ya vestido de faena a la tienda de abajo, me compro un bocata con jamón cocido y una Coca Cola light para tomármelos de inmediato, y un litro de Aquarius para el camino. Ya había comprado ayer unas cuantas barritas energéticas en la tienda de bicis de la que soy cliente habitual. Mientras, llamo al colega, me coge el teléfono que no le sale la voz del cuerpo y, efectivamente, acabo de despertarlo. ¡Será mamón! Venga, a vestirte y dentro de un rato nos vemos en el puente de La Quinta.

Me como el bollo, me pongo los zapatos de ciclista, el casco, los guantes nuevos para estrenarlos, guardo la cámara de fotos compacta y el móvil. Empiezo a dar pedales a las diez y cinco de la mañana. Ya no volvería al mismo lugar de origen hasta las cuatro y cinco de la tarde. Tengo que pasar por mitad del mercadillo de Nueva Andalucía, para coger hacia los campos de golf, primero paso por Los Naranjos, y luego llego al puente de La Quinta. Allí me está esperando Raúl, más contento que un niño con zapatos nuevos, sabía la paliza que me quedaba por pasar. Vamos paralelos a la zona de prácticas del campo de golf, con un río caudaloso a nuestra derecha. Acabo de salir de Marbella y parece que estuviera ya en otro país. Hay agua y verde, mucho verde. Tenemos que pasar por un puente un tanto rústico, por su simplicidad, antes de comenzar de verdad a subir lo peor de toda la ruta.

Hay obras por la zona y nos tropezamos con camiones que suben y bajan por la primera rampa de tierra y piedras sueltas por la que tenemos que trepar literalmente con las bicis. Así no se puede. Con lo que me cuesta subir, y encima tragando polvo a granel. Me tropiezo de frente con uno de ellos y no hay sitio para los dos, así que tengo que echar pie a tierra y ponerme pegado a la montaña. ¿Y ahora quién es el guapo que puede subirse otra vez para pedalear con la pendiente que hay? Tengo que andar un poco hasta que aprovecho cinco metros de menor pendiente y consigo montarme y dar pedales de nuevo. Mi gozo en un pozo, otro camión en la siguiente curva. Esto ya va cabreándome un poco. Pie a tierra y ya subo andando los cien metros que me quedan hasta el lugar donde están cargando piedras los camiones, así podré montarme ya tranquilo y continuar sufriendo por las cuestas, no por el polvo tragado. Raúl sigue demostrando sus avances gracias al spinning y a las decenas de kilos que ha soltado ya a base de machaque en el gimnasio y cuidada alimentación. Yo ya he cumplido nueve días de penitencia sin oler una cerveza, pero todavía me queda suficiente grasa como para echarme una apuesta con una morsa.

Seguimos subiendo, y lo que nos queda. Los paisajes son de cine, con tanto pino verde y alcornoques. Al fondo se ve la Sierra de las Nieves, manchadas sus cumbres de blanco. Se alternan en el camino la grava y la tierra. Yo prefiero esta última, porque la otra me obliga a un sobreesfuerzo con los brazos para controlar la bici. Subo a un ritmo lento, que desespera a mi compañero, que tiene prisa porque ha quedado para comer a una hora concreta. Yo no tengo prisas cuando salgo al monte, así que le digo que cuando quiera puede dar la vuelta y bajar, sin problema, que yo tiro hasta donde haya que llegar o mis piernas lo permitan. De hecho, la mayoría de las veces que he entrenado en bici lo he hecho solo, desde que los hermanos ya no vivimos bajo el mismo techo.

Algunas cuestas se me atragantan y, en alguna ocasión, cuando llego a la zona “suave” de alguna curva donde la pendiente se aminora un poco, pongo pie a tierra y hago una foto. No puedo aguantarme ante vistas tan maravillosas. Otro buen repecho subido.
Pasamos por la casa del guarda y nos saluda un perro San Bernardo que, afortunadamente, está atado. Me dice el compañero que ahora empieza lo bueno, ¿más todavía? Siempre me ha puesto nervioso no saber cuánto y cómo es el camino que me queda hasta el destino, por aquello de dosificar más aún, si cabe, porque mi velocidad es como para caerse de la bici, por lento, claro. Después de unas tremendas rampas parece que viene un tramo de tierra más llevadero, o al menos me lo parece.

El compañero de ruta decide dar la vuelta a falta de unos tres kilómetros para llegar al destino, pero claro, con el ritmo que llevo, no le da tiempo a acompañarme, así que me deja con dos muchachos que también van subiendo y después de decirme que me dé la vuelta, que no voy a dar con el gran castaño, le digo que sigo. Anda que no soy cabezón yo ni nada para estas cosas. Los muchachos tardaron poco en dejarme atrás, subían a un ritmo imposible para mí. Continúo lo que yo creía que me faltaba, pero no doy con el castaño famoso. De lo que sí me doy cuenta es que no llevo puesto el guante de la mano izquierda. La madre que me trajo, ya lo he perdido al quitármelo para hacer la última foto; y los voy estrenando, bueno, los iba estrenando, porque ya solo me queda uno. A la vuelta lo encontraría, seguro, pensé. Harto ya, emprendo el camino de regreso. Solo tengo unos cuentos repechos que subir, el resto es pura bajada. Voy mirando todo el rato a ver si encuentro el guante, más que por nuevo, porque se me está quedando la mano congelada. Pero no, al llegar al último sitio donde recordaba haber hecho una foto, busco pero no encuentro. Así que decido que para casa, que mala suerte, total, ya no noto los dedos, así que a bajar rapidito pero con cuidado de no pillar derecho para algún barranco. Me esperan muchas eses con el mar de fondo.
Lo que cuesta subir y lo rápido que se baja. Agradezco los frenos de disco, porque el camino pierde altitud a mayor velocidad de lo que puedo controlar, sobretodo entre las piedras. Cómo echo de menos mi ropa de esquí; me estoy quedando congelado. Han pasado una multitud de quads y motos de campo, ahora solo quedamos mi sombra y yo.

Cuando me quiero dar cuenta, ya estoy de nuevo en el puente de La Quinta. Ahora solo faltan 13 Km para casa. Decido estar el menor tiempo posible entre los coches, así que en cuanto puedo me bajo para el paseo marítimo y regreso por él. Llego al destino, cansado y feliz por la paliza que me he pegado. Atrás quedan 55,5 km, 5 horas reales dando a los pedales y 5.131 calorías quemadas. Ahora queda ducha, comida y a escribir lo vivido antes de que me venza el cansancio y solo me queden ganas para acostarme. Creo que tengo un poco de fiebre, he pillado más frío del que me hubiese gustado.
Ando solo por el mundo por tu cariño embrujao ...

1 comentario:

  1. Al igual que hay personas que leen las esquelas en los periódicos, yo he empezado a leer las páginas de sucesos para ver donde aparece el rescate de un ciclista temerario de iniciales OMAL.
    Cuidadín con las aventuras en solitario, te lo dice uno con dos placas y 15 tornillos en las piernas por una caida en bici.
    Arturo.

    ResponderEliminar